El día que se encontraron,
decidieron cambiarse la vida. Tras acallar sus conciencias y sortear a más de
una duda inoportuna, sin saber del todo qué camino seguir, se echaron a la
calle y simplemente caminaron. Y a mitad de camino, se toparon con un hostal.
De paredes adoquinadas, desconchadas y algo mugrientas, se les antojó
extrañamente acogedor. Allí estaba. Parecía que les llamara a voces. Que les
hubiera estado llamando desde hace una eternidad. La puerta era lo único que se
interponía entre ellos y las ganas de tocarse. No se sorprendieron al darse
cuenta de la facilidad con la que, sin mediar palabra, se dirigieron al unísono
hacia la entrada. Bastó una mirada cómplice para descifrar lo que sus cuerpos
estaban intentando decir.
Y cuando quisieron darse cuenta…
no estaban juntos, estaban enredados.
Amantes indecentes que decidieron
besarse en a la ventana. No estorbaban las miradas de curiosos, ni la tenue luz
de Luna. No oían el gemido de un perro callejero. Querían decirse tantas cosas…
Pero el tiempo no sobraba cuando sobraban las ganas de manosearse. Sobre el
poyete de la ventana se buscaban. No dolían los mordiscos. Sólo dejaban
cicatriz. Y, a sabiendas, se marcaban a hierro, sin culpas, sin reproches. No
entendían de censuras. El pelo se les enredaba en la boca. El anhelo en la
garganta. Las manos avanzaban a su ritmo, ejecutoras, resbaladizas y violentas.
Y el sabor salado del sudor los mantenía a fuego fuerte. Pausa, sonrisa a medio
gas y las bocas volvieron al sitio donde querían estar.
Llegado el momento… no estaban ansiosos,
estaban hambrientos.
Sólo era cuestión de tiempo
cruzar la línea. Qué fácil había sido caer en las garras del otro. Qué fácil
cuando lo único que pretendían era caer. Mirarse a los ojos y transportarse a
otro mundo fue convirtiéndose en rutina. Llegado el momento ni el aire les era
suficiente. Todo les recordaba a esas noches que hacían suyas. Pequeños
accidentes. Cerraban los ojos y anhelaban envolverse el uno al otro como si no
hubiera otra cosa que importara más que ellos y ese preciso momento. Se sentían
solos. Como astronauta perdido en el espacio infinito que solo quiere saltar de
estrella en estrella.
Conforme el tiempo pasaba, se
reclamaban con más frecuencia, sin darse cuenta de que estaban jugando a un
juego en el que uno siempre tiene más que perder. Ni que decir tiene que el que
suele perder es el otro. Porque no eran luz. No eran bolero. No eran colores en
el cielo, ni velas, ni suflés. Políticamente incorrectos. Sin final feliz.
Y al final de la partida… no
estaban enamorados, estaban enfermos.
Maldita enfermedad de querer lo que no es
tuyo…
Algunas personas hacen del mundo un lugar especial con solo estar en el , una de esa personas eres tu CRISTINA
ResponderEliminarMe encanta. ¡Sigue así!
ResponderEliminarMe encanta. ¡Sigue así!
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