Me he puesto
falda y no llevo nada debajo,
porque adoro
esa descarada forma tuya de comerme con los ojos,
antes de
comerme con la boca y con las entrañas.
Que la zona
cero de debajo de mi ombligo sea tu zona de confort,
tu
habitación acolchada,
y mis
piernas la camisa de fuerza que te ate a mis caderas.
Mantel rojo
a cuadros, queso, vino tinto, tú y la suerte de nuestra parte.
Arrancando pétalos a las margaritas, me distraigo y te hablo sobre mi suerte.
Que me casé
con ella, que me estrené con otro, que me quedo contigo.
Somos dos
locos queriéndose como locos,
sin más
parafernalias.
La más grandiosa versión del amor que han vivido mis
huesos.
Y si de
tanto vaivén nos quebramos,
¿qué más puede
pasarnos, si ya nos inmunizamos
tras la
cantidad perfecta de besos con lengua,
en la boca,
en el cuello, entrando a matar,
si di la
vuelta al mundo dando un rodeo por los lunares de tu espalda,
e hicimos el
amor en el patio de atrás del psiquiátrico?
Los cuerpos
se sacuden a su son, sin más maestro de ceremonias
que el deseo
involuntario que alcanza, tras el clímax,
la cima más
bella jamás conquistada,
que sin duda
es el jadeo, son los ojos agotados, sonrientes,
y tan
confesos como impacientes por volverse de nuevo del revés.
Y tú,
maldito chiflado,
me has vuelto del revés, yo que siempre fui de
corazón rígido,
de tocar a
muchos, de querer sólo al perro,
has llegado
con tu sonrisa de absurdo enamorado.
Y ahora, anquilosada
en el punto de no retorno,
creo que
tiraré a la basura las pastillas para no echar en falta
lo que me
haya faltado por morderte, por sentir,
y lo que
necesite re-sentir,
y re-lamer,
y, en fin, si
aún me queda algo de cordura,
lo que
necesite recordar cuando me faltes.