lunes, 18 de enero de 2016

La mala costumbre


Un día sientes como algo dentro de ti cae al suelo. Irremediablemente. Miras hacia abajo, menos sorprendido de lo normal.

La mala costumbre de fracasar...

Echas la vista atrás y hacia los lados, asegurándote de que nadie haya visto tu torpeza. Con sumo cuidado, lo recoges, lo observas entre tus manos, le quitas la suciedad que ha adquirido por el contacto con el suelo. Lo miras de nuevo y, tras un desganado suspiro... "otra vez no, compañero". 

Te abres el pecho, o al menos lo intentas, pues ya no estás del todo seguro que ese sea el lugar adecuado para tu corazón. Pero por si acaso, y sólo por si acaso, le haces hueco, aprietas con las fuerzas que te quedan tras unos abrazos de menos y unas batallas de más, y lo devuelves al sitio donde un día lo encontraste.

Por un momento barajas la idea de dejarlo en cualquier parte, no importa dónde. Quizás haya quien pueda darle un uso más productivo. Pero de nuevo por si acaso, y sólo por si acaso, imaginas a alguien quiera remendarlo contigo. Aquel que no busque tan sólo una cama desecha. Que quiera caminar descalzo cualquier día de enero. Que te saque a bailar a un son desafinado. Que desafine contigo en la ducha. Porque tú te mueres por hacerlo. Por dejar que las heladas y las palabras en mitad de un beso te calen hasta los huesos. Que te atrape, te sobresalte, te trastorne y a la vez te conmueva. 

Y automáticamente, sin preaviso, tu imaginación echa a correr.

La mala costumbre de delirar...

¡Qué fácil a veces soñar con los ojos abiertos! El aire te resulta menos pesado. La Luna ya no llora por encontrarse fuera de lugar entre tanta estrella presumida. Las lágrimas siempre van seguidas de carcajadas. Una risa tonta ya no es tan tonta. Y el tonto y la tonta felices entre tanta tontería... Y te deshaces de todos los relojes del mundo por no ver cómo el tiempo vuela sin motor. La voz que muda se queda ante quien le deja sin palabras. La piel que mudas porque nada estorbe entre dos cuerpos despreocupados. Eres viento coloreado, final feliz anunciado. En mitad del salón, un picnic improvisado. Pausa entre suspiros, baladas sin prisa, prisas sin pausa. Antojo de todo. Ebrio de arrumacos.

Pero una vez más, y sólo por si acaso, cierras la cremallera. Primero la del pecho, después la de la chaqueta, con seguro, contraseña y pestillo. Y prosigues un camino sin aire liviano, sin Luna feliz, sin relojes sin manillas. Con piel, ropa y chaleco anti-arrebatos. Con pies de plomo, plomera y balas de más. Antojo de nada. Ebrio de añoranza por aquello que hace tiempo no has podido añorar.

Echas la vista atrás y hacia los lados, asegurándote de que nadie te haya visto soñar.

Esa mala costumbre de soñar...




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