No tengo grandes
sueños. Y si sueño, lo hago despierta, examino el terreno y me aseguro de
llevar paracaídas antes de saltar de un avión en marcha. Prefiero perseguir estrellas más cercanas al suelo que al cielo. Y no importa si no brillan, mientras
pueda acapararlas y registrarlas a mi nombre (maldita obsesión de propiedad que
me domina).
Tampoco soy
de llorar, soy más de “casi ahogarme”. De visualizar el final del túnel (ve
hacia a luz…) y, en el último momento, echarme atrás. Hay quien prefiere
jugársela a la ruleta rusa, pero yo soy más de morir lentamente (y, a
sabiendas, mucho me temo que no será sin sufrimiento). A la muerte esperaré fumando y,
entre calada y calada, cauterizaré las llagas. Quedarán estigmas. Y valdrá la
pena.
Debe ser
por eso que te encontré. No fue un flechazo (en ocasiones has dejado alguna herida,
pero nunca de gravedad), ni revolotearon mariposas (aturdidas, casi lelas).
Hubo sonrisas tontas, sí, y algún que otro jugueteo con un mechón de pelo, pero
desde el primer momento supe que nos tendríamos a medias. Si apuramos, es como
sacar el zumo de la mitad de la mitad de una naranja. Pero aun así, sin
pensarlo demasiado, me acoplé a tu ritmo, me hice a la velocidad y nos exprimimos
rápido, para no perder las vitaminas.
Nos vimos
retenidos, (que no detenidos, pues nada pudo detenernos) en la embajada de las
noches desveladas. Nos concedieron licencia para pecar (insensatos) y, ni
cortos ni perezosos, nos echamos a la calle. Las farolas hicieron de focos de
un escenario llamado mundo al que nunca le tuvimos miedo, en el que bailamos al
son de la lluvia, saludamos a los perros callejeros, nos paramos en más de un
cajero y recitamos poemas de amor a una Luna que se hacía la sorda ante tanta
insensatez.
Y en una de
esas noches, tan bravas (y desgraciadas, tómese nota) en las que nos dieron
tequila del malo, las burbujas subieron tanto, que de tan alto les perdimos la
vista. Asomados al abismo, impacientes, sumidos en la opacidad de una noche
helada y deprimida, (en la que irónicamente la mayor parte del tiempo nos
descojonábamos), nos comíamos y, al rato, necesitábamos escupirnos para echar
un trago de agua. Y pedimos ginebra de la buena para poder sudar el amor. Pero,
al llegar la hambruna, cual niño que apura una piel de naranja en tiempos de
posguerra, volvíamos a la carga.
Nunca quise
dejarte, y (probablemente) nunca te dejé. Siempre dejamos la puerta de par en
par, pero no nos convencía la idea de que el gato pudiese escapar. De modo
que, tras jugarnos la dignidad un par de pares de veces, nos hicimos a la idea
de que recorrer un camino junto a una sombra incapaz de cumplir sus promesas no
era buena idea. Y era entonces cuando, intentando no volvernos locos, abríamos
la ventana.
Pero
contigo, los días de perros suelen ser menos perros. Y que se me pare el pulso
si me atrevo a mentirte, a mentirme, y a mentir a quien pueda oírme, y digo que
te odio. No te quiero, pero que me salga del cuerpo y se me seque la voz si algún
día llego a odiarte. No es amor del bueno pero, un par de veces al mes, nos
echamos de menos. Sin verbos amar, honrar ni respetar. Ni salud ni enfermedad.
Somos simples paréntesis intentando sobrevivir entre tanta oda cursi al amor
eterno. Y que la muerte no me separe de ti, sino de la vida. Y qué duda cabe,
la vida es para jugar, y tú y yo siempre supimos darnos juego. Adoramos
nuestras imperfecciones. Y lo diferente que eres al hacerme auténtica, sin corsés
ni pestañas extra largas. Verme desnuda ante ti, qué bonita costumbre. Y
declaro, sin titubeo, que siempre fue y será un placer zambullirme en el fango
contigo, ya que sé (y sí que lo sé) que al final, sacaré la cabeza y respiraré
en otros bares. Y en caso de arrepentirme de algo (cosa que dudo) me
arrepentiré, cariño, de no haber hecho más barbaridades contigo.
¡Brindemos
porque seguimos vivos!
Hasta (quién
sabe cuándo) la próxima vez.
No tengo grandes
sueños. Y si sueño, lo hago despierta, examino el terreno y me aseguro de
llevar paracaídas antes de saltar de un avión en marcha. Prefiero perseguir estrellas más cercanas al suelo que al cielo. Y no importa si no brillan, mientras
pueda acapararlas y registrarlas a mi nombre (maldita obsesión de propiedad que
me domina).
Tampoco soy
de llorar, soy más de “casi ahogarme”. De visualizar el final del túnel (ve
hacia a luz…) y, en el último momento, echarme atrás. Hay quien prefiere
jugársela a la ruleta rusa, pero yo soy más de morir lentamente (y, a
sabiendas, mucho me temo que no será sin sufrimiento). A la muerte esperaré fumando y,
entre calada y calada, cauterizaré las llagas. Quedarán estigmas. Y valdrá la
pena.
Debe ser
por eso que te encontré. No fue un flechazo (en ocasiones has dejado alguna herida,
pero nunca de gravedad), ni revolotearon mariposas (aturdidas, casi lelas).
Hubo sonrisas tontas, sí, y algún que otro jugueteo con un mechón de pelo, pero
desde el primer momento supe que nos tendríamos a medias. Si apuramos, es como
sacar el zumo de la mitad de la mitad de una naranja. Pero aun así, sin
pensarlo demasiado, me acoplé a tu ritmo, me hice a la velocidad y nos exprimimos
rápido, para no perder las vitaminas.
Nos vimos
retenidos, (que no detenidos, pues nada pudo detenernos) en la embajada de las
noches desveladas. Nos concedieron licencia para pecar (insensatos) y, ni
cortos ni perezosos, nos echamos a la calle. Las farolas hicieron de focos de
un escenario llamado mundo al que nunca le tuvimos miedo, en el que bailamos al
son de la lluvia, saludamos a los perros callejeros, nos paramos en más de un
cajero y recitamos poemas de amor a una Luna que se hacía la sorda ante tanta
insensatez.
Y en una de
esas noches, tan bravas (y desgraciadas, tómese nota) en las que nos dieron
tequila del malo, las burbujas subieron tanto, que de tan alto les perdimos la
vista. Asomados al abismo, impacientes, sumidos en la opacidad de una noche
helada y deprimida, (en la que irónicamente la mayor parte del tiempo nos
descojonábamos), nos comíamos y, al rato, necesitábamos escupirnos para echar
un trago de agua. Y pedimos ginebra de la buena para poder sudar el amor. Pero,
al llegar la hambruna, cual niño que apura una piel de naranja en tiempos de
posguerra, volvíamos a la carga.
Nunca quise
dejarte, y (probablemente) nunca te dejé. Siempre dejamos la puerta de par en
par, pero no nos convencía la idea de que el gato pudiese escapar. De modo
que, tras jugarnos la dignidad un par de pares de veces, nos hicimos a la idea
de que recorrer un camino junto a una sombra incapaz de cumplir sus promesas no
era buena idea. Y era entonces cuando, intentando no volvernos locos, abríamos
la ventana.
Pero
contigo, los días de perros suelen ser menos perros. Y que se me pare el pulso
si me atrevo a mentirte, a mentirme, y a mentir a quien pueda oírme, y digo que
te odio. No te quiero, pero que me salga del cuerpo y se me seque la voz si algún
día llego a odiarte. No es amor del bueno pero, un par de veces al mes, nos
echamos de menos. Sin verbos amar, honrar ni respetar. Ni salud ni enfermedad.
Somos simples paréntesis intentando sobrevivir entre tanta oda cursi al amor
eterno. Y que la muerte no me separe de ti, sino de la vida. Y qué duda cabe,
la vida es para jugar, y tú y yo siempre supimos darnos juego. Adoramos
nuestras imperfecciones. Y lo diferente que eres al hacerme auténtica, sin corsés
ni pestañas extra largas. Verme desnuda ante ti, qué bonita costumbre. Y
declaro, sin titubeo, que siempre fue y será un placer zambullirme en el fango
contigo, ya que sé (y sí que lo sé) que al final, sacaré la cabeza y respiraré
en otros bares. Y en caso de arrepentirme de algo (cosa que dudo) me
arrepentiré, cariño, de no haber hecho más barbaridades contigo.
¡Brindemos
porque seguimos vivos!
Hasta (quién
sabe cuándo) la próxima vez.
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