miércoles, 30 de noviembre de 2016

La maldita maldición de la lucha entre el martirio y el apego


A las 8 de la mañana ya estaba en pie. Directa a la ducha, Andrea encendía la radio y cantaba a viva voz por acallar a sus temores. Sombra aquí y sombra allá, había cantado aquella mañana. Se maquillaba para sus clientes, casi todas mujeres que le relataban los avatares de sus anodinas vidas con una peculiar alegría, para su gato Lucero, que parecía más perro que gato, y para el joven cocinero que pasaba cada día por la puerta de su tienda. Pero nunca lo hacía para sí misma.
Era una chica soñadora aquella Andrea. De día hacía suya una vida que imaginaba más amable, y de noche pintaba en las paredes de su cabeza finales del color de un amor inventado. Entre sueño y sueño, recordaba con una sonrisa, que ni ella misma reconocía, el día en que conoció a Raúl. Entre feo y guapo, magnetizaba a casi cualquiera que estuviera cerca. Y Andrea no fue una excepción, a pesar de haber querido serlo tantas veces. Sobre todo después de la primera caída. Intentaba ser romántica y abrir las alas de par en par, sacar cualquier tema de conversación por no hacer del silencio una excusa para la tristeza, regalarle cada sonrisa y enmascararse con un antifaz de una alegría que acabó por desteñirse. A sus veintisiete años Andrea había llorado más de lo que nunca creyó.

Era un día realmente contradictorio aquel 7 de agosto. Miércoles, 18.35. Raúl hablaba por teléfono. Nervioso, daba vueltas por la sala, con tono serio y mirada preocupada, mientras que Andrea cruzaba los dedos.
-          Vale, ya es oficial. El lunes vuelo a Barcelona.
-          ¿Te trasladan por fin? – preguntó Andrea a media voz.
-          Sí, eso parece.
Andrea hizo el intento de levantarse del sofá, pero Raúl se le adelantó y le dio un abrazo que ella notó entre cálido y amenazador. A pesar de sentirse insegura, se sintió algo liberada por alejarse del que en alguna ocasión fue su verdugo y en otras muchas su secuestrador. Al menos en dos ocasiones sintió la fuerza del “amor” sobre sus huesos. Y en aquel momento, paralizada por el hervor de unos sentimientos encontrados, Andrea lidió con la maldita maldición (valga la redundancia) de la lucha entre martirio y apego.
Aquel miércoles, sin ser víspera ni festivo, cenaron a cuerpo de rey. Andrea había sugerido ir al restaurante de Mauro, acogedor y cercano a su casa, pero Raúl se negó en rotundo. Nunca le gustó la forma en que el tímido cocinero miraba a su novia. Pero aquella noche Raúl no quiso ser ogro, así que se escudó en un simple “no” sin respaldo y eligió el restaurante chino de siempre.
Aquel miércoles rieron al calor de varios chupitos de sake, no sin antes pasar por delante del restaurante de Mauro. Simplemente les pillaba de paso, pero Andrea se alegró enormemente de que Raúl estuviera al teléfono con su madre cuando su mirada y la de Mauro se cruzaron tras el gran ventanal. Junto al apetitoso olor que se escapaba por la puerta, a Andrea le llegó el efluvio de un encuentro nunca sucedido con aquel cocinero que la miraba como nadie la había mirado nunca.
Cenaron cerdo agridulce, como la sensación reinante por la marcha de Raúl, que en más de una ocasión sugirió a Andrea la posibilidad de acompañarlo. Pero la realidad es que su traslado era temporal, y a Andrea le quedaba por delante un intenso período de poco más de un mes para rematar y ultimar los detalles del enlace, que se celebraría el domingo 21 de septiembre en la iglesia de Santiago de Utrera.
Aquel miércoles, hicieron el amor a quemarropa, piel con piel, como si de nuevo fueran aquellos dos chiquillos que se conocieron y se amaron como si fuera Adán y Eva en un planeta ofrecido y dispuesto para ellos. Al terminar, Raúl dio la espalda a Andrea, y el corazón de Andrea de nuevo se volvió del revés.

Fue una madrugada realmente amarga la de aquel 11 de agosto. Domingo, 3.00. Andrea apenas había conciliado el sueño una hora y media en el sofá, pero despertó al son de la voz de la chica rubia del concurso-trampa de las madrugadas. Pasó del sofá a la cama e hizo un intento titánico por dormir antes de que Raúl regresase a casa. Probablemente había bebido de más. Probablemente aquella noche Raúl querría a Andrea de más. Pero se lo demostraría bastante de menos. Y así fue, que llegadas las 4.45, Raúl deslució a Andrea y cayó fulminantemente dormido. Andrea volvió al sofá y llamó al sueño sin éxito, con la persistente idea en la cabeza de que a la tercera iría la vencida. Pidió consejo a Lucero, que maulló tan alto que pareciera pedirle a gritos que abriera una ventana y escapara de aquella cárcel de lágrimas y calentones que acabarían por hacerla añicos. Pero los maullidos se desvanecieron bajo la repetida promesa de que no habría una cuarta, y Andrea continuó con sus planes de boda. Dio las buenas noches a Lucero y una vez más cruzó los dedos.

Era una mañana especialmente calurosa la de aquel 16 de septiembre. Miércoles, 10.20. Andrea había pasado la noche a duermevela ante la novedad de que Raúl se quedaba definitivamente en Barcelona. Y dado que las obras de la iglesia de Santiago se estaban retrasando, que Andrea apenas tenía parientes, y que la familia de Raúl, a pesar de ser natural de Utrera, hacía ya muchos años que vivía en la ciudad condal debido también al trabajo de su padre, confirmaron el cambio definitivo de la celebración del enlace.
Tras atender a un par de clientas, Andrea buscaba un billete de avión para ese mismo día. Quizá por miedo a echarse atrás. Quizá había recuerdos que pesaban demasiado. Quizá en el aire fueran más livianos.
-          Hola cariño, ¿cómo lo llevas?
Su voz intentó sonar lo más convencida posible. Paró un segundo antes de marcar el número de Raúl, pero por miedo a pensarlo demasiado, dejó de pensar. De pensar en sí misma.
-          Sí, ya tengo billete. El avión sale a las 00.30. Sí, descuida, te llevo los gemelos de tu padre. Adiós.
Miró la pantalla de su móvil durante unos segundos antes de que el nombre de Raúl desapareciera de ella, y dispuesta a embarcarse de nuevo en sus pensamientos, que ya no eran más que pedazos desgastados que no encajarían ni a golpes, sonó la campanilla que anunciaba la entrada de un nuevo cliente.
-          Buenos días. – dijo Mauro mirando tímidamente a Andrea.
-          Hola, ¿qué tal? – Andrea se guardó el móvil en un coqueto mantel color rosa pastel y puso toda su atención en el conocido (pero tristemente no tan conocido) cliente.
-          ¿A cuánto está el bacalao?
La conversación transcurrió entre frases simples dedicadas a una transacción comercial que escondía un amor desbordado y demodé de Mauro hacia Andrea, que sólo sabía hablarle con la mirada, y que se limitaba a soñar con aquella muchacha de una gigante sonrisa que no engañaba a nadie. Entre cocción y cocción, a veces le escribía versos tan tristes como los ojos de su enamorada. E incluso compró alguna que otra rosa que quedó triste y sin destinatario. Pero él era más feliz desde su anonimato. Las distancias cortas pueden llegar a ser letales.  Así que pagó el bacalao y se marchó a su cocina.
-          Adiós. – dijo Andrea sonriente sin que Mauro pudiera percatarse de ello.
Así era Andrea. Siempre a destiempo. Siempre desatino. Siempre haciéndose boicot. Y pronto se embarcó y naufragó en aquel torbellino de ideas, tan revueltas como la marea de los ojos azules de Mauro.

Dado que casi todo el barrio estaba de vacaciones, Andrea cerró antes de lo habitual. Fue a casa, y después de agarrar la maleta que había hecho durante la noche, dejándose mal aconsejar por el insomnio, se despidió de Lucero, que se quedaría dos semanas con la vecina del cuarto, no sin antes contarle que no quería marcharse, pero que tampoco sabía ser valiente ni sabía cómo quedarse a sabiendas que acabaría por huir de todos modos. Lucero, en brazos de la vecina, maulló en un último intento desesperado por mantener a su dueña entera.
Antes de ir al aeropuerto, hizo una parada en el restaurante de Mauro. Se relamió con la segunda tapa. Le contó a Mauro que se marchaba para casarse, como si por decirlo en voz alta se convirtiera en una buena idea. Y le pareció escuchar un crujido al corazón, no sabía si del suyo o del de Mauro, pero después de tanto llanto, supuso que veía congoja donde no la había. Y sin apenas palabras, se despidió de aquel casi desconocido que creía conocer de toda la vida. Y sin palabra ninguna, se pidió perdón por no darse una oportunidad.

Fue un día demasiado desprovisto de alegría aquel 21 de septiembre. Domingo lluvioso, 13.00. Aquella lluvia no bendijo una unión que no rindió cuentas a un amor despiadado que acabó por desarmarse.
Tras poco más de tres meses de matrimonio, llegó aquella mañana en que Andrea tuvo que maquillarse demasiado. Y mientras lo hacía, en la radio sonaba “Salir corriendo”, de Amaral. Andrea no tuvo la necesidad de correr, sino que aprovechó la ausencia de Raúl para pelearse con su sombra. Claro, para ti es fácil, tú que eres fría e intocable. Pero ella se merecía a alguien que con sólo verla se le escapara una sonrisa, y no un reproche. Así que abrió la ventana y se despidió de la cárcel de moretones y quejidos que le había marcado hasta los suspiros. 

Era una noche especialmente fría la de aquel 24 de noviembre. Miércoles, 22.30. Tras el viaje desde el aeropuerto, Andrea fue a recoger a Lucero, le felicitó las fiestas, lo abrazó, como queriendo que fuera él el que la abrazara a ella, y le contó que apenas le quedaban ya marcas en las muñecas de las cadenas de culpa y miedo que la habían mantenido prisionera. Que hasta su sombra estaba aprendiendo a sonreír de verdad, y ya no se escondería más tras el antifaz de pintalabios y colorete que solía llevar por bandera. Que aún quedaban posos del miedo, pero acabaría por borrarlos saliendo a la calle a cara lavada.
Aquella noche se maquillo. Y sí, orgullosa lo hizo para ella misma. Tomó un par de copas de vino, y tras el brindis, se vistió de corto, se sonrió al espejo y salió a la calle. Caminó unos diez minutos hasta acabar en la esquina cercana al restaurante de Mauro. Se podía oír el bullicio desde allí, y se preguntó si habría un sitio en la barra para ella. Fantaseó con algo sencillo. Con disfrutar con ver a las familias y parejas sentadas a la mesa. No importaba que fuera una felicidad fingida por Navidad. Se conformaba con dejarse rozar por una alegría suave. Y fantaseo también con una conversación tranquila tras el servicio de cenas. Con un beso en el portal. Con mares por fin sin tempestad.
En la calle no había un alma, y era el alma de Andrea la que forcejeaba contra su pecho para escapar y atesorar las primeras palabras que le diría a Mauro.

¿Te queda algún pincho de pollo con esa salsa tan rica? ¿Ese que probé el día que me fallé a mí misma? ¿Te queda algo de esa mirada lírica que me decía “te quiero” sin decirlo? ¿Te queda algún verso sobre el que bailar en Nochebuena?

Cogió aire y dio los primeros pasos, cuando el silencio sólo roto por un quejido casi ahogado lloró. Y 

su sombra cayó. Raúl respiraba agitadamente. Se miró las manos, miró a ambos lados, y echó a correr.


Y Andrea quiso correr también hacia una vida que se les escapaba. Quiso gritar, pero esa vida que le 


había puesto la miel en los labios se le atascaba en la garganta. Y el silencio, impotente, no pudo gritar


por ella.




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