miércoles, 30 de noviembre de 2016

Amor con denominación de origen


Era un tipo solitario aquel Mauro. Ojos fríos del color del océano una tarde de tempestad que se mecían al son de la rapidez de sus manos. Esas manos enamoradas de la comida. Del corte rápido de las verduras, del caramelizado de la cebolla, del salseo, del salteo y del chop chop sabroso del guiso estrella los días en que el frío vestía la ciudad de Utrera.  Su corazón cabalgaba desordenadamente entre las paredes de su cocina, pequeña y austera, que le servía de refugio y escudo para esquivar casi todas las conversaciones.

Conversaciones con Lucio, su pinche:
¡Menos sal, basto!, ¿qué quieres?, ¿matar a alguien? Vueltas a ese risotto, que no es una paella. No olvides comprar mañana las almendras para el romesco.
Conversaciones con Asterix, su Beagle:
Tú sí que me quieres, perrete. Anda ven, te dejo subir al sofá. ¡Ay Asterix!, qué loco me veo hablando contigo. Qué locura esta exagerada soledad.
Conversaciones con Andrea, la chica de los ultramarinos:
Hola. ¿A cuánto el bacalao? (Uy, qué caro) (¿Pero quién le dice que no a esa sonrisa hecha quimera?) Ponme kilo y medio. Hasta mañana. (¿A qué sabrán esos labios?)

Nadie sabría explicarle cómo podía amar a esa muchacha, si tan sólo cruzaba palabras con ella cuando iba a por provisiones para la que hacía mucho tiempo había sido su gran amor: la cocina. Y no necesitaba la ayuda de nadie para entender que no le apetecía hablar con su pinche más que lo justo y necesario para sacar el servicio adelante, y que era al perro al que le dedicaba casi todas sus conversaciones por ser el único que sin poder hablar, oía lo que decía.

Era sin duda una noche especialmente calurosa la de aquel 16 de septiembre. Martes, 21.45. El local estaba casi vacío. En la cocina sólo estaba Mauro, y en la radio sonaba “Sopa fría” de M-Clan. Lucio libraba los martes. Mauro aquella noche no quiso cerrar. Esa mañana había despertado demasiado triste, y a pesar del calor, quiso ir a calentarse al calor de los fogones. Sin embargo, había decidido que si llegada las 22.00 no aparecía ningún otro comensal, esperaría a que la pareja de ancianos que se sentaba junto a la ventana acabara su consomé y su tarta de queso y frambuesa y echaría el cierre. E iría a casa y le contaría a Asterix que quiso entrar a media tarde a la tienda de Andrea, pero que no supo ni qué pedir ni qué decir. Que pasó por delante de la puerta, y el corazón casi se le escapa por la boca. Que ella le lanzó una sonrisa y él no supo más que hacerse el loco y continuar su camino.
Los viejecitos pidieron la cuenta. El señor, de semblante simpático, rebuscaba en su roída cartera mientras guiñaba un ojo de manera involuntaria. Y cuando Mauro daba la noche casi por perdida, la puerta se abrió, dejando paso a un aire más fresco de lo habitual. Y ni alcanzó a notar el frío.
-          Hola, está aún abierto, ¿verdad?
Micro infarto para Mauro al oír aquella voz. Para tomar.
-          Sí, claro guapa, pasa y siéntate – contesta la joven camarera a Andrea.
Andrea escogió sentarse a la barra y pedir una caña. Del primer sorbo casi se llevó media. Mauro, emulando a un trastornado enamorado, la observaba desde el hueco que dejó la puerta entreabierta de la cocina, y deseó poder beber de su boca y morir en la espuma que le quedó en el labio superior. A los cinco minutos, pidió otra. Entonces Mauro decidió pasar a la acción. Llamó a la camarera, y le dio dos tapas especiales para la única clienta que había quedado en el restaurante.
Andrea se relamió y pidió a la camarera que le diera las gracias al cocinero. Cuando la camarera dio el recado al Mauro, éste se echó la mano a la boca, como queriendo impedir que la conmoción se le escapase. Reflexionó unos segundos, y dado el vacío que reinaba, lleno solo esta vez por la canción “Pan con mantequilla” de Efecto Pasillo, decidió dejar que la camarera terminase su turno y hacerse él con los mandos. La camarera lo miró con una pizca de desilusión. Fue a trabajar a echar unas horas extras, y sin embargo no parecía querer marcharse, pero finalmente se desató el mandil y mirando al suelo se despidió. Quizás se sintió utilizada. Pero Mauro, ajeno a aquello, se sintió poderoso a la par que acojonado. Un gigante cobarde.  Un tirano embelesado de su única súbdita y señora.
-          Buenas noches – dijo Mauro cabizbajo, aunque intentando sonar intenso.
-          Hola – saludó Andrea, intranquila.
-          ¿Un mal día? – aventuró Mauro a decir mientras tiraba otra caña. Ni siquiera él creía que pudiera romper el hielo de esa manera.
-          Más bien un día raro. De hecho, aún no ha terminado.
Mauro le pidió con la mirada que continuara.
-          Verás, tengo que coger un vuelo en un par de horas y la comida que sirven en los aviones es una basura – continuó presurosa sin dejar a Mauro meter baza – ¿Y la de los restaurantes del aeropuerto? ¡Un ojo de la cara!
Mauro repasó mentalmente todo tipo de platos que le cocinaría cada día. Timbal de huevos y champiñones para alegrar sus días apagados. Tortilla campera para acompañar al vino del picnic. Soufflé de canela con helado de vainilla para hacer de la noche una obra maestra. Y de pronto, la mítica escena de “Nueve semanas y media” le provocó una erección.
-          ¿Y a dónde vas?
-          A Barcelona. - dijo Andrea mientras acababa por tragar un pincho de pollo con salsa de yogur y queso – Pero la ocasión lo merece. – coronó la respuesta con una amplia sonrisa.
Mauro preguntó con la mirada. Apenas la conocía, pero le apenaba partes iguales tanto la alegría de su marcha como la marcha en sí. Y se apenó como si la hubiera querido durante toda su vida.
-          Me caso.
Micro rotura para el corazón de Mauro al oír aquella sentencia. Para llevar.
-          Sí, sé que normalmente la boda se hace en la residencia de la novia, pero en Barcelona está toda la familia de Raúl, y me quieren como una más, y es una ciudad preciosa, y la iglesia es gigantesca, y…
Y, y, y… Y Mauro sólo escuchaba “y ojalá te mueras, maldita zorra”, “y a ver si se te corta la salsa y visitas todos los baños del aeropuerto”, “y por qué soy tan necio, tan mentecato, tan imbécil una vez más…”
Mauro salió de la barra y la vio. Una pequeña maleta verde manzana. Sus ojos no podían ser tan crueles como para engañarle de aquella manera. Ni la vida tan perra como para poner en sus oídos aquellas fulminantes palabras. Me caso.
Así que, haciendo un esfuerzo titánico por tragar el suspiro que le arañaba la garganta, invitó amablemente a Andrea a marcharse y, sin desearle ningún tipo de bendición, dejó los vasos de cañas sin lavar, (quizás para no olvidar el dolor al día siguiente), se marchó a casa y le habló a Asterix sobre lo que fue sí que fue un mal día.

Era una noche verdaderamente fría la del aquel 24 de diciembre. Miércoles, 21.45. Mauro llevaba toda la tarde metido en la cocina, con Lucio y dos pinches de refuerzo. Aquel día, el ya no tan triste cocinero hacía oídos sordos a las críticas de sus subordinados.
-          Yo sigo pensando que no es una buena idea. – decía uno.
-          Es la carta menos navideña que he visto en mi vida. – decía otro.
La camarera se limitaba a mirar a Mauro como si lo hubiera querido toda su vida. Y le apenaba a partes iguales tanto la alegría inusitada de la que hacía gala como no ser ella el motivo de la misma.

MENÚ ESPECIAL DE NAVIDAD

ENTRANTES AL CENTRO
Selección de dagas ibéricas afiladas para ensartar corazones.
Mariscada de alma destrozada, noches en vela y soledad a la plancha.
Milhojas de decepción con traición caramelizada.
Croquetas caseras de dolor y queso.

PLATO PRINCIPAL (uno a elegir)
Salmón con mostaza de lágrimas.
Lomo de lubina despechada con salsa de miradas perdidas.
Carrillada de depresión estofada.
Paletilla de cordero al borde del suicidio.

Llegaron los clientes. Al principio, las caras de extrañeza inundaron el local, pero paulatinamente las risas fueron contagiándose por todas las mesas. Junto con los vasos de caña sucios que dejó en el fregadero un 25 de noviembre, gracias a aquella catastrófica carta, el renacido cocinero olvidó lo que no valía la pena recordar.

Era una noche verdaderamente fría la de aquel 6 de enero. Miércoles, 21.45. Mauro y Vanesa se calentaron al son de la canción “Labios de fresa” de Danza Invisible. Un picnic improvisado en el suelo del restaurante fue una verdadera obra maestra del nuevamente enamorado cocinero. Y no necesitó esquivar la conversación, porque cuando sus ojos hablaron, hasta el silencio sonrió.
Y al llegar a casa,  Mauro le contó a Asterix que hacía tiempo que no recordaba cómo olvidar, pues fue

el dolor el que le retiró la palabra, desde que, a pesar de conocerla de casi toda la vida, sin 


necesidad de cocinar, saboreó un amor con Denominación de Origen gracias a Vanesa, la camarera.



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