El
amor nunca elije de quien.
Es
la alegría de los ojos vendados,
que
jugando a la gallinita ciega recorre la vida a sus anchas.
Puede
ser ese quien que te traspapela los
discursos,
te
tatúa el rumbo hasta la nuca,
que
conoce tus defectos y les da cobijo,
y
te enseña que la mejor forma de amar
es
la de amarse a uno mismo.
Con
el que el corazón late diferente.
Las
promesas no se mojan,
no
son lluvia,
ni
lágrimas,
no
vino derramado sobre una mesa vacía.
El
quien que no se pregunta por qué,
Ni
se encoje ante un hasta cuándo.
Y
en la maldita otra cara de la moneda
está
ese quien que te enloquece hasta que
acabas por olvidarte hasta de tu nombre,
que
se conforma con besarte la piel
y
se olvida del alma,
que
sólo atiende a la virtudes,
y
no le importa si se te agotan las sonrisas.
Con
el que el corazón late a trompicones.
Las
promesas duran lo que dura el truco de un mal mago,
que
se pone la chistera
y
se va con la función a otra parte.
Ese
quien que nunca se pregunta cómo hacerte feliz,
y
al contrario, hace de ti un tú
que
solo sabe alimentarse de ilusiones
y
se corta intentando romper el absurdo infinito
que
en realidad os separa.
Y
aun así,
es
el amor ese inocente persiguiendo al conejo blanco,
un
iluso que no piensa en el dolor que sigue al golpe,
que
dice que si de golpes está hecha la vida
es
la alegría de la velocidad del tiempo la que curará las heridas,
y
que si las heridas acaban por dejar cicatrices,
es
mejor lucirlas hoy,
¿para
qué esperar?
y
salir de nuevo a la calle,
y
andar a ciegas,
a
tontas y a locas,
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