domingo, 30 de octubre de 2016

La alegría de los ojos vendados



El amor nunca elije de quien.

Es la alegría de los ojos vendados,

que jugando a la gallinita ciega recorre la vida a sus anchas.


Puede ser ese quien que te traspapela los discursos,

te tatúa el rumbo hasta la nuca,

que conoce tus defectos y les da cobijo,

y te enseña que la mejor forma de amar

es la de amarse a uno mismo.

Con el que el corazón late diferente.

Las promesas no se mojan,

no son lluvia,

ni lágrimas,

no vino derramado sobre una mesa vacía.

El quien que no se pregunta por qué,

Ni se encoje ante un hasta cuándo.


Y en la maldita otra cara de la moneda

está ese quien que te enloquece hasta que acabas por olvidarte hasta de tu nombre,

que se conforma con besarte la piel

y se olvida del alma,

que sólo atiende a la virtudes,

y no le importa si se te agotan las sonrisas.

Con el que el corazón late a trompicones.

Las promesas duran lo que dura el truco de un mal mago,

que se pone la chistera

y se va con la función a otra parte.

Ese quien que nunca se pregunta cómo hacerte feliz,

y al contrario, hace de ti un tú

que solo sabe alimentarse de ilusiones

y se corta intentando romper el absurdo infinito

que en realidad os separa.


Y aun así,

es el amor ese inocente persiguiendo al conejo blanco,

un iluso que no piensa en el dolor que sigue al golpe,

que dice que si de golpes está hecha la vida

es la alegría de la velocidad del tiempo la que curará las heridas,

y que si las heridas acaban por dejar cicatrices,

es mejor lucirlas hoy,

¿para qué esperar?

y salir de nuevo a la calle,

y andar a ciegas,

a tontas y a locas,

antes de dejarse guiar por el miedo a fracasar una próxima vez.



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